jueves, 8 de junio de 2017

Seda y leche.




El olor se impregnaba por todo el parque, claro, inconfundible, pero fino y sútil.
Sentí palpitar mi corazón, no palpitaba por el esfuerzo de correr, sino por la excitación de mi impotancia en presencia de su aroma.
Intenté recordar algo parecido y tuve que borrar comparaciones, pues su fragancia tenía frescura, pero no la frescura de las limas o las naranjas, no la de la mirra o la canela o la menta o los abedules, no la de la lluvia de mayo o el viento helado o el agua de manantial... y era... a la vez cálido, pero no como el jazmín o el narciso, no como el palo de rosa o el lirio... Su fragancia era una mezcla de dos cosas; lo ligero y lo pesado, no... no una mezcla, sino una unidad y además sútil y débil y sólido y denso al mismo tiempo, como un trozo de seda fina y tornasolada, pero tampoco como la seda, sino como la leche dulce en la que se deshace la galleta... lo cual no es posible, por más que quisiera...
¡Seda y leche!
Una fragancia incomprensible, indescriptible, imposible de clasificar; de hecho su existencia era imposible. Pero ahí estaba, en toda su magnífica naturalidad.

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